Josete acaba de cumplir 30 años hace menos de un mes y su hermana Mila, nos cuenta su historia y cómo el síndrome de Down llegó a sus vidas.
La llegada de Josete
Josete nació cuando mi hermana Mar y yo teníamos 10 y 12 años respectivamente.
Tanto nosotras como mis primos y mis vecinos, deseábamos que naciera. Estábamos muy ilusionados porque llegó cuando nadie lo esperaba.
Los preparativos fueron estupendos y nosotros nos creíamos mayores.
Sin embargo, cuando Josete nació las cosas no fueron como imaginábamos. Hubo cosas que, en ese momento, no comprendíamos y sólo lo hicimos años después.
Mi madre se quedó ingresada más tiempo del que pensaban, mi hermano estaba en la incubadora y a mi padre (del disgusto) le dio un infarto y lo tuvieron que ingresar.
El disgusto no fue tanto por la noticia, sino por la forma en la que se lo comunicaron. Le dijeron que no le pusiera nombre al niño porque se iba a morir al cabo de unas horas.
Mientras tanto, mi hermana y yo nos quedamos en casa de mis tíos hasta que todo se normalizó, pero no entendíamos nada.
Pasaron los días y por fin, nos llevaron a verle al hospital. ¡Qué cosita más pequeña y llena de cables, pero qué bonito!
La infancia de Josete
Pasados un par de meses desde que nacio (a mí me parecieron años) por fín, estábamos todos juntos en casa y ¡Qué maravilla!.
Nos pasábamos el día jugando con él, le teníamos que hacer ejercicios por las noches y nos turnábamos para hacerlo.
Nos peleábamos por darle el biberón y los vecinos, siempre, allí con él.
Era el juguete de todos (es el más pequeño de la comunidad de vecinos).
Le enseñamos andar cantando la vaca lechera, los números con las pinzas de la ropa, a pintar y él nos enseñaba a reír, a ser más sensibles y más pacientes.
Y si me preguntas, no recuerdo cuándo nos dijeron que mi hermano tenía síndrome de Down, la verdad.
Cuando era pequeño, al principio, estaba en un colegio ordinario y todo bien porque iba, más o menos, como el resto de los compañeros .
Mi hermana y yo, le ayudábamos en casa y, también, las profesionales que le acompañaban (psico y logopeda). Pero, poco a poco, se fue quedando atrás.
Todos lo veíamos, menos mi madre.
Ella se empeñaba en que él podía seguir allí (ahora los coles tampoco son como hace 30 años), y en vez de avanzar iba a peor. Él se daba cuenta y se cerraba cada vez más.
Los profesores intentaban convencer a mi madre para que le llevara a un centro de educación especial, pero ella tardó unos dos años en aceptar.
Un día, mi hermano, se perdió en una excursión. Desde ese momento, entró en una depresión y dejó de hablar. A día de hoy, habla muy poquito, pero esta mucho mejor.
Mi adolescencia con un hermano con síndrome de Down.
Josete fue creciendo y con nosotras con él.
Casi sin darme cuenta, llegó mi adolescencia y, poco a poco, empecé a ser más consciente de las miradas de la gente.
Era algo que no me gustaba, sentir que nos miraban (ahora me encanta y me llena de orgullo), pero cuando era más joven, me hacía sentir muy mal.
No entendía por qué nos miraban así, con cara de pena. Nunca lo entenderé porque a mí me encantaba y me encanta tener un hermano pequeño que, además, tiene síndrome de Down.
Ahora, cuando voy con él y le miran los niños les suelo preguntar con amabilidad que si quieren ser sus amigos o si le quieren preguntar algo. Y ellos, pequeños, inocentes y curiosos, a veces no saben que decir y otras, se animan y preguntan.
Con los adultos es diferente. En ocasiones, les termino poniendo yo la misma cara de pena que nos ponen ellos.
El papel de los padres y la sobreprotección.
Mi madre, desde que Josete era pequeño lo ha protegido mucho. Quizás, demasiado.
A mí, siempre, me ha encantado llevármelo a todas partes. A los partidos de fútbol, de tenis, a la playa, al pueblo y aprovechaba cualquier ocasión para hacerlo. Sin embargo, no ha sido fácil luchar contra la sobreprotección de mi madre.
Ella, siempre, pone pegas para que me lo lleve con frases como «no le sueltes de la mano»; «él solo no puede»; «ten cuidado»; «no le dejes solo»…
Él, siempre que puede, se aprovecha de lo servicial que es mi madre y se siente como un marqués y cuanto mayor es, más cómodo se hace.
Sin embargo, mi padre es más comprensivo y nos ha dejado llevárnoslo con los amigos o donde fuera, desde que era pequeño.
Ahora, que es mayor no quiere separarse de él. Siempre va de su mano. Si mi padre no está, no se siente tan seguro.
A veces, se viene con nosotras pero cada vez menos.
Eso sí, para dormir siempre con mamá. Ya no quiere dormir en mi casa. Así que yo me voy con él de vez en cuando.
Te podría decir mil cosas en este sentido. Pero hay una que me gustaría deciros a los padres que tenéis hijos con síndrome de Down y es que no les cortéis las alas con tanta protección porque no es bueno para ellos.
Tu hijo tiene un cromosoma EXTRA, pero ojos, nariz, boca, manos y corazón como el resto.
Nuestra realidad hoy
A día de hoy, cuando miro a mi hermano no veo los rasgos típicos del síndrome de Down. Sólo veo a mi hermano.
Soy consciente de que lo tiene, cuando veo un niño con síndrome de Down. En ese momento, me doy cuenta de que se parece a mi hermano cuando era pequeño. Si no fuera por esto, para mí es mi hermano y no veo nada más en él.
No todos los casos son iguales y, hoy, las cosas no son como hace años. Hay muchísima más información y formación para todos.
Para mi, tener un hermano con síndrome de Down es lo más.
Ayer extrenó su primera bici (triciclo de adulto lo llaman). Estaba emocionado como un niño.
Josete es una sonrisa constante y no cambio ninguna de mis vivencias a su lado. Nada. Ni siquiera las cosas menos buenas que, a veces, hemos vivido.
Tengo un hijo de 8 años e intento enseñarle que en esta vida todos somos iguales y a la vez diferentes, que algunos tienen los ojos azules y otros achinados, que todos respiramos, que todos tenemos un corazón al que hay que cuidar.
Le enseño a tener paciencia con las personas porque no todos tenemos las mismas capacidades, unos corren más y otros menos, pero TODOs avanzamos.
Y esto es lo que te puedo contar de mi vida con un hermano EXTRAordinario. Espero que te sirva.
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